martes, 26 de diciembre de 2006

Ontología del Lenguaje


Entrevista ampliada al Dr. Rafael Echeverría
Diario El Clarín
30 de julio de 2000

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El Dr. Rafael Echeverría es fundador y presidente de Newfield Consulting, empresa de consultoría y formación gerencial con oficinas en los Estados Unidos, España, México, Brasil, Argentina y Venezuela. Newfield Consulting lidera a nivel mundial diversos programas de formación de coaching organizacional, así como programas de formación de directivos en el área de competencias conversacionales para la construcción de equipos y organizaciones de alto desempeño.


El Dr. Echeverría es Sociólogo de la Universidad Católica de Chile y Doctor en Filosofía de la Universidad de Londres. Ha sido profesor en diversas universidades y consultor durante varios años de las Naciones Unidas. Es miembro de número de la Academia Mundial de Arte y Ciencia (WAAS).

Entre sus múltiples publicaciones destacan los libros El búho de Minerva: Introducción a la filosofía moderna (1990), Ontología del lenguaje (1994) y su obra más reciente La empresa emergente, la confianza y los desafíos de la transformación, publicada este año por Granica.

P. ¿Qué es la ontología del lenguaje? ¿Cuándo y cómo surge?
R. No es posible ofrecer una respuesta breve a esta pregunta. La ontología del lenguaje representa la convergencia de dos líneas autónomas de indagación que se llevan a cabo durante el siglo XX. Curiosamente, ambas se encuentra ya esbozadas, de manera germinal, en el pensamiento de Friederich Nietzsche, a fines del siglo XIX. Pero será durante el siglo pasado que ellas registran sus más importantes desarrollos. La primera de estas líneas de indagación es aquella que busca replantearse la pregunta sobre el ser humano. Entre sus representantes más destacados figuran los filósofos continentales Martin Heidegger y Martin Buber. Para Heidegger ontología es la respuesta que damos a la pregunta por el ser humano o, dicho de otra forma, es la respuesta que damos a la pregunta sobre aquel ser que se pregunta sobre el ser. No conocemos otro ser que se pregunte sobre el ser que no sea el ser humano. De acuerdo a cómo contestemos a la pregunta ontológica, a la pregunta sobre lo que significa ser humano, definiremos los parámetros básicos dentro de los cuales contestaremos cualquier otra pregunta que se nos haga.

La segunda línea de indagación surge de desarrollos que se registran en la filosofía analítica, muy diferente ésta de la filosofía continental. Su principal preocupación se dirige a replantearse el fenómeno del lenguaje. Entre sus representantes principales podríamos mencionar a Ludwig Wittgenstein y J.L. Austin, fundadores de la filosofía del lenguaje. A partir de sus contribuciones se logra reinterpretar el carácter del lenguaje. Mientras nuestra concepción tradicional concebía al lenguaje como algo fundamentalmente pasivo y descriptivo, como un instrumento al servicio de la conciencia que le permite a ésta “expresar”, “transmitir”, “comunicar” lo que percibimos, pensamos y sentimos, los filósofos del lenguaje disputan esa interpretación y nos muestran que el lenguaje es también activo y generativo. Con el lenguaje no sólo describimos y transmitimos lo que observamos. Los seres humanos también actuamos a través del lenguaje y al hacerlo transformamos nuestras identidades y el mundo en el que vivimos, transformamos lo que es posible y construimos futuros diferentes.

Tratándose de dos líneas autónomas, concebidas muchas veces en oposición la una con la otra, ambas corrientes filosóficas exhiben una tendencia a abordar el tema principal de la otra. Es así, por ejemplo, como Heidegger en sus escritos tardíos reconoce que la pregunta ontológica, sobre el carácter del ser humano, conduce al tema del lenguaje. “El lenguaje”, nos dice Heidegger, “es la morada del ser”. Algo similar observamos en los filósofos del lenguaje. Al igual que lo que sucediera con Heidegger y Buber, ellos también colocan la mirada en la otra ribera. “Todo lenguaje”, nos dice Wittgenstein, “expresa una particular forma de vida”.

Mientras esto sucedía en la filosofía, desde la biología se producen desarrollos de gran afinidad con los primeros. Desde fundamentos muy diferentes, se inician esfuerzos por comprender las raíces biológicas de los seres vivos y, dentro de ellos, de manera particular, de los seres humanos. Estos desarrollos tienen el gran mérito de introducir en este campo de reflexión, tanto el rigor científico, como el enfoque sistémico. Desde muy temprano, diversas propuestas efectuadas desde la biología teórica postulan la estrecha relación entre los seres humanos y su capacidad particular de lenguaje. Dentro de ellas destaca la obra del biólogo Humberto Maturana, que tendrá una influencia decisiva en la Ontología del Lenguaje.

Fernando Flores, ingeniero y filósofo chileno, tiene el gran mérito de haber sido el primero en comprender que todos estos desarrollos eran convergentes y que lejos de estar en oposición los unos con los otros, en rigor se complementaban y eran capaces de producir una poderosa plataforma interpretativa. Flores podría ser acreditado también como el fundador de la ontología del lenguaje, salvo por el hecho de que no la llama así. El esfuerzo de síntesis que propone Flores es llamado diseño ontológico. En él ya se encuentran, en grados diversos de desarrollo, muchos de los postulados básicos de lo que más tarde tomará el nombre de ontología del lenguaje. Pero el nombre utilizado por Flores no es inocente. En mi opinión, tal nombre refleja su interés por desarrollar una disciplina o conjunto de prácticas de alto poder transformador. Pienso, sin embargo, que ello se realiza en desmedro de un esfuerzo por generar una articulación discursiva coherente, capaz de servir de base a posteriores desarrollos disciplinarios.

A fines de la década de los 80, tuve el privilegio de trabajar con Flores. Gran parte de lo que hago arranca de esa experiencia. Flores me muestra la posibilidad de esa gran síntesis y me hace partícipe de los importantes pasos dados por él para avanzar en su concreción. En 1989, sorpresivamente Flores anuncia su decisión de volcarse por entero hacia la consultoría de negocios y de distanciarse del trabajo de elaboración teórica y filosófica. Fui de la opinión de que dejaba una obra inconclusa, obra que debía completarse. Ello me llevó, en 1990, a renunciar al trabajo que realizaba con Flores, buscando crear condiciones para retomar y completar lo que consideraba que él dejaba inconcluso.

Parte importante de los desarrollos que realizara a partir de mi alejamiento, buscaron retomar y revisar muchos de los temas elaborados por Flores, añadir algunos temas claves adicionales y, por sobre todo, avanzar hacia un esfuerzo comprensivo de síntesis y articulación. No puedo desconocer de que parte importante del trabajo ya estaba hecho. Piezas claves del puzzle ya habían sido producidas por Flores y su equipo. Pero ellas no lograban siempre articularse en forma coherente y era necesario realizar un importante trabajo adicional. El resultado de ese trabajo fue mi libro Ontología del lenguaje, publicado en 1994. Si bien yo ya había acuñado el término “ontología del lenguaje” en algunos escritos privados utilizados en mis programas de formación, en los años inmediatamente anteriores a la publicación, tal nombre sale a la luz pública con el lanzamiento del libro.

El nombre utilizado, siempre discutible, buscaba fundamentalmente dos objetivos. El primero, disponer de una distinción, proponer un nombre, situado al nivel discursivo, para referirse al encuentro y la convergencia de las tradiciones descritas y a la articulación particular que proponía de ellas. El postulado desde el cual operaba era que dicho nombre debía situarse, primero, al nivel de un discurso y no sólo al nivel de una disciplina. Antes de la publicación del libro, ese nombre faltaba. Prueba de lo anterior fue la forma como dicho nombre fue tomado por todos quienes entraban en las agitadas “aguas ontológicas”. El segundo objetivo era dar con un nombre que expresara el fundamento de aquello que connotaba: la importancia del lenguaje para responder a la pregunta ontológica, la pregunta que busca responder por qué los seres humanos somos como somos.

P. ¿Quiénes son sus principales promotores en Europa y EE.UU.?
R. El nombre ontología del lenguaje se ha difundido por el mundo en relación directa con mi propio trabajo. En la medida que mi trabajo se ha concentrado durante la última década en América Latina, Estados Unidos y España, es allí donde más se oye hablar de “ontología del lenguaje”. Pero una cosa es el uso del nombre, por muy importante que éste pueda ser, y otra es el área de inquietudes y posiciones a las que el nombre hace referencia. Desde esta perspectiva, aunque no se haga uso del nombre, es indiscutible que la ontología del lenguaje encuentra una gran afinidad con múltiples desarrollos conceptuales que reconoce el papel determinante del lenguaje en la conformación de los fenómenos humanos y que se reconozca simultáneamente el carácter generativo del lenguaje, se participa de un mismo territorio.

De allí que considere como habitantes de este mismo territorio a académicos como Donald Schon y Chrys Argyris, en los Estados Unidos; Jürgen Iiabermas y Niklas Luhmann en Alemania; filósofos y científicos sociales como Michel Foucault, Jacques Derrida, Jean Baudrllard en Francia, etc.

Obviamente, ellos no son portavoces de la “Ontología del Lenguaje”, pero sin duda forman parte de un movimiento de ideas sustentado en premisas complementarias. Este es un movimiento en creciente expansión en el mundo.


P. ¿Cuál es el principal problema que a su juicio enfrentan las empresas?
R. La respuesta a esta pregunta está desarrollada ampliamente en mi último libro La empresa emergente. En términos muy breves puedo señalar que el problema central que hoy enfrentan las empresas es el imperativo de la transformación. Si queremos ganar la lucha contra la obsolescencia es indispensable que cambiemos muy radicalmente el modo tradicional de hacer empresa, el modo que predominara durante gran parte del siglo XX.

P. ¿A qué se debe?
R. La empresa del siglo XX se caracteriza por un conjunto de condiciones que han desaparecido. En primer lugar, su entorno era otro. Se trataba de un entorno más estable, menos competitivo, más protegido y reducido. Ello permitía niveles de desempeño muy diferentes de los que hoy son necesarios. Hoy constamos una aceleración permanente de la velocidad del cambio, una disolución de las barreras locales y regionales y la consiguiente globalización de los mercados, un incremento creciente de la competitividad y el impacto incesante de las nuevas tecnologías lo que, a su vez reincide, en los factores anteriores.

En segundo lugar, el carácter de la relación con el entorno se ha modificado. Durante buena parte del siglo pasado la ecuación de poder se inclinaba a favor del empresario en la medida que la demanda excedía a la oferta. Ello genera un consumidor benevolente frente a muchas deficiencias de las empresas. La Ford puede mantenerse por años con un solo modelo de automóvil y el consumidor no tiene más remedio que comprarlo.

Hoy la oferta excede a la demanda y ello inclina la balanza a favor del consumidor. Ello se traduce en estándares cada vez más altos para el empresario. Ahora el consumidor no perdona.

En tercer lugar, las condiciones internas de las empresas son muy diferentes de las que predominaran en el pasado. La empresa del siglo XX surge a partir de la solución ofrecida para incrementar la productividad del trabajo manual. La estructura de la empresa tradicional sirve al objetivo de garantizar la máxima productividad del trabajo manual. Pero hoy en día el trabajo manual ha dejado de ser preponderante, aunque ello se exprese en grados desiguales en distintas ramas. En muchas de ellas, el trabajo “no” manual ha llegado a ser ampliamente mayoritario. Y prácticamente en todas, incluso cuando sigue siendo cuantitativamente mayoritario, es el trabajo “no” manual el que contribuye en mayor grado en la agregación de valor. Ello pone en cuestión el conjunto de la estructura empresarial del pasado. El problema reside en el hecho de que los mecanismos que sirvieron para garantizar la productividad del trabajo manual resultan contraproducentes cuando lo que ahora importa es garantizar también la productividad del trabajo “no” manual.

P. ¿Cómo se soluciona?
R. Es necesario hacerse cargo de todos los factores arriba indicados. La clave, sin embargo, consiste en comprender el carácter del trabajo “no” manual, hoy preponderante. Al comprender el carácter del trabajo “no” manual, podremos resolver el problema de su productividad. Las soluciones ofrecidas al resto de los factores tienen que alinearse con este problema fundamental: cómo hacer más productivo al trabajo “no” manual.


Para resolver este problema es indispensable reconocer que el trabajo no es un fenómeno unitario que remite a una misma raíz. Hay dos tipos de trabajos diferentes y ellos son irreductibles. Tenemos, por un lado, el trabajo manual cuyo poder transformador descansa en la destreza física del trabajador. Tenemos por otro lado, el trabajo “no” manual, cuyo poder transformador descansa en el carácter generativo de las conversaciones.

Podemos, por tanto, apreciar cómo la “Ontología del Lenguaje” conduce al desarrollo de nuestra propuesta empresarial. El trabajador “no” manual, trátese de un gerente, un vendedor, un capacitador, un coordinador, etc., transforma la realidad gracias al poder de sus conversaciones y de las competencias conversacionales que posea. Esto es importante. No se trata de un trabajador que, entre las muchas cosas que hace, está el conversar. Estamos diciendo que su trabajo se realiza conversando. La forma como conversa determina los límites de posibilidad de su desempeño y los niveles de efectividad que alcance en él. Una línea importante en nuestros programas de formación es precisamente el desarrollo de competencias conversacionales. En agosto de este año estaremos ofreciendo en Buenos Aires nuestro primer taller de Competencias Coversacionales, abierto al público.

Pero hay más. No es suficiente incrementar las competencias conversacionales del trabajador “no manual”. Para garantizar su máxima productividad es también necesario transformar muy radicalmente la manera como la empresa regula dicho trabajo. Se ha demostrado, por ejemplo, que cuando las empresas hacen uso de las modalidades de gestión basadas en el mando y el control, mecanismo de regulación del trabajo de la empresa tradicional -- que mostrara alta efectividad con trabajadores manuales no calificados --, los trabajadores “no” manuales no sobrepasan el 20% de su potencial de desempeño. En otras palabras, la empresa desperdicia un 80% de la capacidad productiva de aquellos trabajadores que en mayor grado inciden en los resultados del negocio.

El trabajador “no” manual requiere de nuevas modalidad de gestión. Sostenemos que las nuevas modalidades de gestión requieren hacer uso de las competencias de un coach. El gerente de la empresa del siglo XXI será un gerente coach. El coach es una persona que se especializa en la expansión de la capacidad de desempeño de quienes atiende. Esta es otra línea de nuestros programas de formación. Somos una empresa líder, a nivel mundial, en formación de coaches organizacionales. Y en Marzo de 2001, por primera vez, iniciaremos un programa de formación de coaches organizacionales en Argentina.


P. ¿Qué efectos logra en las organizaciones o en las relaciones entre las personas el saber comunicarse?
R. Esta pregunta es interesante. En ella pareciera suponerse que, por un lado, están las organizaciones y, por otro lado, esto que llamamos la comunicación. Pareciera suponerse que, por un lado, están nuestras relaciones personales y, por otro lado, la manera como en ellas nos comunicamos. Pareciera suponerse que, por un lado, está el tipo de personas que somos y, por otro lado, está la manera como nos comunicamos. Esto no es extraño. Es así como lo hemos concebido por mucho tiempo.

La “Ontología del Lenguaje” cuestiona precisamente ese supuesto. Sostenemos que la comunicación no es un atributo, de entre muchos, de nuestras organizaciones, de nuestras relaciones personales o de las personas que somos. Sostenemos, por ejemplo, que las organizaciones no son otra cosa más que redes dinámicas de conversaciones. Si uno quita la comunicación, la organización desaparece. La comunicación, o si se quiere, usando nuestro lenguaje, las conversaciones son el elemento constitutivo de toda organización. Una organización se gesta como resultado de un proceso conversacional, distingue sus componentes de los componentes del entorno a través de conversaciones, posee una estructura que es estrictamente
conversacional.

Sabiendo cómo una organización conversa (como conversan sus miembros, entre sí y como conversa la organización con su entorno) podemos saber el tipo de organización de que se trata, lo que le será posible o imposible, el tipo de problemas con el que se enfrentará y su capacidad o incapacidad para resolverlos, su efectividad en el logro de sus objetivos, etc. Las conversaciones representan el alma de toda organización y definen su forma de ser.


Lo mismo podemos señalar con respecto a nuestras relaciones personales y a nuestra forma particular de ser como personas. Nuestras relaciones personales se constituyen a partir de la manera cómo conversamos con los demás y la manera cómo conversamos con nosotros mismos en relación a los demás. Nuestras conversaciones constituyen nuestras relaciones personales. Conociendo cuáles son esas conversaciones sé todo lo que necesito saber sobre esas relaciones personales.

Lo mismo puedo decir con respecto a la noción de persona. Cada uno se constituye como persona a partir de las conversaciones que tiene o no tiene con los demás y a partir de las conversaciones que tiene o no tiene consigo mismo. Si cambio esas conversaciones, cambio el tipo de persona que soy. La forma particular de ser de cada uno se constituye en nuestras conversaciones. Nada menos.

P. ¿Qué características debe reunir un buen orador?
R. Nuestro objetivo no es producir buenos oradores o sólo quedarnos allí. Un buen orador suele ser alguien que habla bien. Algunos dirán, incluso, alguien que habla “bonito”. Otros quizás señalen que se trata de alguien que logra “conmover” a los demás. Pero la noción de orador suele quedarse allí. Ella es tributaria de una concepción del lenguaje que buscamos rectificar. Una concepción del lenguaje que suele restringirlo a sus dimensiones pasivas y descriptivas.

Para nosotros el hablar es uno de los fenómenos cruciales de la experiencia humana. Cuando yo hablo no sólo me describo a mí mismo y describo el mundo alrededor. Cuando hablo, actúo. Mi hablar tiene poder transformador. Porque digo ciertas cosas, hago que determinadas cosas pasen o hago que no pasen. Porque callo, permito que ciertas cosas pasen. Todos somos actualmente el resultado de nuestras conversaciones pasadas y de las conversaciones que otros también tuvieron con nosotros, sobre nosotros, o incluso sobre otras cosas. El hablar tiene consecuencias que van más allá de los juicios que sobre mi hacen los demás al oírme. El hablar determina cuán efectivo o inefectivo soy en la vida, determina mis alegrías y sufrimientos, determina el tipo de relaciones que mantengo con los demás, determina el mundo en el que vivo y determina también, como lo señalábamos arriba, el tipo de persona que somos.

Saber hablar, por tanto, implica mucho más que ser un buen orador. En el saber hablar, toda mi vida y la de los míos está comprometida. ¿Cómo dar cuenta, desde el ideal del “buen orador”, lo que le sucede a alguien que bajo ciertas condiciones, por ejemplo, no supo decir que “no”? ¿Cómo podemos dar cuenta, por ejemplo, de la falta de dignidad que esa persona pueda sentir por haber callado? ¿Cómo entender su sufrimiento? ¿Cómo entender el tipo de relación o el mundo, que generó, que se constituyó a partir de la ausencia de ese “no”?.

Enseñarle a esa persona a decir “no” bajo circunstancias similares no la transforma posiblemente en un “buen orador”, pero cambiara su vida. Y con todo, ello no implica que despreciemos el saber hablar “bien”. Pero hay mucho más en nuestros programas que el “hablar bien” de un buen orador. Perseguimos ser más efectivos, tanto en el trabajo como en la vida, y por sobretodo a aprender a vivir mejor.

P. ¿Cómo se puede manejar o dirigir las emociones en las situaciones de negocios? Denos un ejemplo.
R. Partamos reconociendo que las emociones están siempre presentes en toda experiencia humana. Los seres humanos nunca estamos fuera de un determinado espacio emocional. Muchos consideran que las emociones no hay que llevarlas al trabajo o que habría que colgarlas a la entrada, como colgamos el paraguas en el paragüero. Ello no es posible. Podemos aprender a esconder nuestras emociones, pero ellas siempre estarán allí para todos y cada uno.

Lo segundo importante a reconocer es el hecho de que las emociones determinan nuestros actuar. Bajo determinadas emociones tenderemos a tomar ciertas acciones y habrá acciones que se nos harán muy difícil de ejecutar. Las emociones son uno de los factores de más alta incidencia en la efectividad de nuestro desempeño. Ningún coach deportivo, por ejemplo, pondría en duda lo anterior.

Y, sin embargo, venimos de una tradición que ha negado sistemáticamente el papel de las emociones en el trabajo y, en general, en las organizaciones. Hoy en día esa actitud se ha hecho insostenible. Diversos estudios nos muestran, por ejemplo, que no existe otro factor de mayor incidencia en el trabajo de equipo que la capacidad que muestren sus miembros para expresar y manejar sus emociones.

Para lograrlo, lo primero, consiste en reconocer que las emociones existen y que juegan un papel gravitante en nuestro desempeño. Lo segundo, en saber crear las condiciones emocionales más favorables para garantizar los más altos niveles de desempeño. Las emociones no sólo preceden y acompañan la acción. Las acciones también tienen la capacidad de modificar las emociones. Y muchas veces un equipo debe primero tomar determinadas acciones para modificar las condiciones emocionales existentes, antes de embarcarse en la ejecución de las acciones que se le ha encomendado.

Dentro de las acciones que tienen la capacidad de transformar las condiciones emocionales, están las conversaciones. No nos olvidemos: el lenguaje es acción. Una determinada conversación tiene el poder de dejar un equipo en una emocionalidad que antes de tal conversación no existía y permitiéndole la ejecución de acciones que previamente resultaban imposibles.

Es importante advertir, sin embargo, de los peligros de una suerte de ingeniería emocional que suponga que es necesario extirpar toda emocionalidad negativa y sustituirla por emocionalidades positivas. Quién no experimenta emociones negativas restringe su capacidad para experimentar emociones positivas. Muchas veces el intento de cambiar ciertas emociones sólo logra que las reprimamos y que evitemos expresarlas. Pero ello no las hace desaparecer. En tales casos, suele ser preferible abrirles espacio y hacerse cargo de ellas, aceptando que están allí.

Podemos mencionar muchos ejemplos en los que percibimos el papel de las emociones en los negocios. Mencionemos algunos. Sostenemos que un factor clave para la sobrevivencia y éxito de una empresa es la satisfacción del cliente. Pues bien, no podemos pensar en la satisfacción si eliminamos de ella la emocionalidad. Un cliente satisfecho es un cliente que accede a un espacio emocional positivo a través de la adquisición y uso de nuestros productos.

Otro factor clave para el éxito de una empresa es la venta. La venta es un tipo particular de conversación tras el objetivo de completar una transacción. Pues bien, la emocionalidad de esta conversación es un factor decisivo para el logro del objetivo de venta. Hoy disponemos de evidencias suficientes para señalar que la emocionalidad de un vendedor es el principal factor de incidencia en su desempeño. Tan importante representan las condiciones emocionales al momento de la venta que hemos desarrollado todo un campo que prepara el contexto emocional para el momento en el que la conversación de ventas tenga lugar: el marketing.

Podríamos seguir indefinidamente y hablar del papel de las emociones en el liderazgo y la gerencia, en el trabajo de equipo, en la capacidad de aprendizaje de una organización, en su capacidad de innovación y creatividad, etc. No podemos seguir haciéndonos los ciegos y sordos frente a la importancia de las emociones en las organizaciones. Ellas comprometen hoy en día la productividad, competitividad y rentabilidad de nuestras empresas.

Fuente: NewField Consulting

http://www.newfieldconsulting.com/

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lunes, 25 de diciembre de 2006

Acerca del poder

Hay diferentes teorías acerca de qué es el poder. Podría realizar una división entre:
a) aquellas que lo consideran como una “cosa” que algunos tienen y otros no, es decir como un atributo de la persona; y
b) las que lo ven sólo desde un punto de vista relacional o sea que necesita ser construidos entre dos o más partes.
A primera vista parecerían excluyentes. Sin embargo creo que ambas pueden coexistir, y que depende de que el observador se centre o focalice en el individuo o en el sistema. Veamos algunos ejemplos sencillos, que nos permitan ponernos en contacto con el tan temido y al mismo tiempo tan cotidiano “poder”.
Cuando uno concurre a un profesional, sea médico, abogado, psicólogo, contador, etcétera, los profesionales son los que tienen el poder del conocimiento. Un médico puede hacerme modificar mi agenda de trabajo, al indicarme una internación, la necesidad de una intervención quirúrgica o simplemente la necesidad de realizar una serie interminable de estudios.
El dinero, la posición social y económica, la belleza, las destrezas físicas, etcétera, son considerados como fuentes de poder de acuerdo a diferentes contextos. A lo largo de la historia hemos creado diferentes símbolos para manifestarlo: coronas, mantos, sillones, estrados, bastones de mando, etcétera.
Otros sostienen que es una relación que se construye entre las partes, a partir de un interjuego de interacciones que generan una relación. Si tomo el ejemplo anterior, el médico me hace modificar la agenda en virtud de que yo se lo permito, la sola indicación no basta, necesito aportar mi consentimiento, que estará basado en la confianza que él me depare, en mi malestar, en el imaginario social que hace pensar que un médico siempre actúa para bien del paciente, etcétera.
El poder de una madre sobre su hijo varía a lo largo de la historia de ambos. En el comienzo de la vida, todo el poder depende de la madre, quien puede decidir o no la continuación del embarazo, la vida del embrión y luego del feto, es casi totalmente dependiente de la madre. No obstante ello, la vida de una mujer a partir de su embarazo ya no será la misma. Su vida estará “mezclada” con la vida del bebé. El bebé obstaculizará o impedirá la realización de una cantidad de actividades. El nacimiento del primer hijo cambia absolutamente la vida de la pareja. He compartido en estos días la forma en que una bebé de cinco meses ha cambiado todos los hábitos de su papá, sus sonrisas y gorjeos a las siete de la mañana lo ponían en pié a él, a la mamá y a todo el resto de la familia. Puedo decir que me admira el “poder” de esa criatura. ¿La bebé tiene poder? Sí, pero no lo sabe aunque lo ejerce.
En nuestra calidad de mediadores ¿tenemos poder o construimos relaciones de poder? Creo que podemos contestar sí a las dos preguntas: tenemos poder y al generar con los participantes una nueva Relación a partir de la repetición de interacciones, está ejerciéndose el poder.
Pero ¿qué es el poder? Podemos dar una explicación positiva y decir que es la capacidad de alguien de imponer algo a otro. Pero quizá sea más útil pensar en una explicación negativa, una explicación cibernética en el sentido que da Bateson a este tipo de explicaciones, y entonces podría ser que “El poder sea restricción” o sea que puede ser entendido como una relación en la cual una de las partes limita u obstaculiza las alternativas de la otra parte, con consentimiento o por la imposibilidad de esta última de oponerse a tal limitación u obstaculización. Es decir, restringe la cantidad de posibles alternativas. Es una formulación negativa: Cuanto mayor es el poder de “A” menores son las alternativas de “B”, es decir mayor número de alternativas quedan excluidas como opciones de “B".
Desde este punto de vista cuando una persona restringe la posibilidad de alternativas de otra está ejerciendo poder sobre ella. Y esto no es malo, cuando yo impido que alguien cruce mal una calle, estoy ejerciendo mi poder sobre ella, y nadie calificaría como mala a esta acción. En la medida que consideramos al poder desde el punto de vista relacional podemos asegurar que en toda Relación se dan situaciones de poder, y la riqueza de la Relación dependerá del equilibrio fluctuante entre las diferentes situaciones, o sea en determinados momentos “A” será considerado como el que limita o restringe a “B”, en otros será a la inversa y en otros estarán los dos en igualdad posición.
En nuestra calidad de mediadores ejercemos poder al restringir determinadas interacciones, por ejemplo las agresiones; cuando decidimos levantar una mediación, porque creemos que existe mala fe, estamos restringiendo sus alternativas, aunque se les diga que pueden mediar en otro centro o con otro mediador, estamos restringiendo la posibilidad de que continúen la mediación con nosotros; cuando reclamamos el pago por los servicios como mediadores, también estamos ejerciendo poder, al obstaculizar la alternativa de que puedan acceder a nuestros servicios en forma gratuita, etcétera. Sabemos que en nuestra calidad de mediadores podemos realizar estas acciones, o sean que es un atributo que tenemos, pero el ejercicio del mismo es siempre relacional. Si observamos sólo al mediador podemos decir que él tiene el “poder” pero la efectividad de su ejercicio, depende, sí o sí, de las retroacciones de los otros.
El juez tiene el poder, es más, en los países democráticos, el poder judicial es uno de los tres poderes del estado. Sin embargo en los casos de familia sabemos que las sentencias de los jueces son poco cumplidas. Una estadística establecía que sólo el diez por ciento de los ex-cónyuges abonan las cuotas de alimentos pasados los siete años de la sentencia. ¿Ejerce el poder en este caso el juez? O sea, quiero diferenciar entre: el atributo de restringir las acciones de los otros, que algunas personas poseen por sus características personales o por ser parte de sistemas que atribuyen a determinados roles esos atributos; y el ejercicio efectivo del mismo, que está determinado por nuestras acciones y las retroacciones de los otros. Si focalizamos en el individuo podemos observar su atributo; si focalizamos en el sistema: podemos observar el ejercicio efectivo que se genera en el sistema.
El “poder en acción” es siempre interpersonal. Muchos de nosotros creemos tener poderes que cuando queremos efectivizarlos nos damos cuenta que no los teníamos. El poder-atributo es expresado a través de palabras, de lo que los participantes de la mediación nos dicen que son “capaces de hacer” o a partir de los símbolos que lo manifiestan.
Por ejemplo: Uno de los participantes llega a la mediación, bien vestido, con un portafoloio abultado y nos dice en alta voz y tono altisonante: “Yo soy una persona muy ocupada en asuntos importantes y que no puedo dedicar mucho tiempo a este encuentro de mediación”. El poder-efectivo es expresado a través de las acciones que se juegan en nuestra presencia, de los relatos de las partes referidos a secuencias de acciones corroboradas por ambos participantes y de lo que nosotros mismos experimentamos con esa persona.
En el mismo ejemplo anterior, el otro participante, vestido en forma humilde, le contesta tranquila y pausadamente: “yo se que siempre estás muy ocupado con cosas muy importantes, pero sé que estás muy interesado en que esto se resuelva, casualmente porque no querés que este tema trascienda a los tribunales y te cree problemas en tus “asuntos” importantes”.
El primer participante lo mira y se calla. Desde el poder-atributo el primer participante tenía todo el poder, pero si nos centramos en la interacción el segundo participante ha ejercido su poder al tañir la cuerda que lo hace vibrar al primero.
Esta forma de conceptualizar el poder es mucho más difícil de observar, porque debemos acostumbrarnos a observar permanentemente secuencias de acción y porque cuando hemos detectado una “pauta” o sea la repetición de la misma secuencia tres o más veces, esta cambia, o sea que si, como en nuestro ejemplo, “B” es el que ejerce el poder al restringir las alternativas de “A”, de pronto cambia, se invierte , es “A” que restringe a “B”. Pero es esto lo que nos permite ver en vivo y en directo la construcción del “equilibrio de poder”.
Otra ventaja de conceptualizar de esta forma al poder es que nos permite no caer en el error de pensar que quien más alto habla o más dice imponerse es quien ejerce el poder. Hay formas pasivas, muchas veces más peligrosas por la fuerza que tienen, de ejercer el poder. En una mediación un señor mayor, jubilado, con problemas cardíacos había solicitado y logrado que la otra parte concurriese a la mediación por un problema de medianería, y desde su lugar “desvalido” pedía una reparación excesiva por un daño causado en su pared medianera.
En nuestra calidad de mediadores ¿tenemos poder? Se considera a los mediadores como expertos en resolución de disputas, o sea con conocimientos y saberes referidos a esta función. Esto es indiscutiblemente un poder-atributo. Los participantes, por lo menos en nuestro país, en el cual la mediación tiene poco desarrollo, nos ven como personas con poder, por ello aclaramos que nosotros “no somos jueces”, Una y otra vez nos reclaman nuestra opinión y nos solicitan consejos. Obviamente quien da consejos está ejerciendo el poder.
En el discurso de apertura, establecemos nuestras áreas de poder: las establecemos con respecto al proceso: no permitir que se agredan ni interrumpan, (aunque nosotros si podemos interrumpirlos), podemos pedir reuniones privadas cuando lo consideremos necesario, etcétera. El hecho de mencionarlas no nos confiere poder-efectivo. Pero en la medida que transcurre la mediación ponemos en acción nuestras potencialidades. Uno de los mitos de la mediación, como lo establece Deborah Kolb es la neutralidad del mediador. Si éste es “neutral” no ejercería ningún poder. Pero aunque hay mediadores más activos y que ejercen más poder que otros, indiscutiblemente todos los mediadores ejercen algún tipo de poder.
Hacer esto visible para nosotros mismos, nos ayuda a una mejor conducción de la mediación. Si tenemos en cuenta el carácter relacional o sea la retroacción de los participantes a nuestras intervenciones, cuanto mayor sea la aceptación de ellos hacia nosotros, mayor cuidado deberemos tener para no dirigir más allá de lo deseable, es decir, para no restringir la posibilidad de alternativas de ellos.
Autor: Maria Ines Suarez

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